Corrida de la Beneficencia
Madrid, 2 de junio de 2010
Ni más, ni menos. Ese tercio de quites del tercero de la tarde compendia y enaltece la verdad del toreo, la verdad profunda. Fue, desde luego, la exaltación de la estética, una verdadera explosión de belleza. Pero fue más. Fue la plasmación, tan efímera como eterna, de la esencia misma del arte del toreo.
Y fue tanta la verdad que se creó en el ruedo que con un tercio de quites, tan sólo y nada más que con un tercio de quites, la afición –como decían los viejos revisteros— salía toreando de la plaza y así seguía cuando enfilaba la calle de Alcalá. No hizo falta ni un trofeo, pero es que esos tenían una importancia muy relativa en esta tarde para el recuerdo.
La corrida se anunciaba como uno de los pocos acontecimientos de este doble serial, tan largo y deprimente, organizado en Madrid. Y con la forzada caída de los carteles de José Tomás, se había quedado prácticamente en el único. La tarde respondía a ese rango, con lleno de “No hay billetes” y la Infanta Elena presidiendo desde el Palco regio en nombre de su augusto padre.
Para el acontecimiento hace tiempo que se había seleccionado una corrida de Núñez del Cuvillo, muy pareja de presentación, bien hecha, guapa en su tipo. Ni un reproche que hacer al ganadero. Luego los seis tuvieron el fondo justo y antes de mediarse las faenas al uso ya se venían abajo, sacando a relucir un punto de sosería. Pelearon en general bien con los montados, con la excepción del primero. El mejor de todos ellos, el tercero, muy ovacionado en el arrastre.
Fue justamente en este tercero donde se obró el milagro que tan pocas veces ocurre en una plaza. Su matador, Daniel Luque –de verde manzana y oro— lo había toreado vibrante. Hasta que Morante de la Puebla –hoy de grana y oro- entró en su quite, un quite colosal a la verónica. Cuando Luque volvió a darle la réplica, debo confesar con sencillez pensé que se equivocaba el muchacho; el equivocado fui yo. Con otro palo artístico muy diferente, pero con temple y con entrega desgranó unas desmayadas verónicas. Y en ese momento saltó la chispa, que fue toda una demostración de torería en Luque, cuando en lugar de irse hacia las tablas, invitó a Morante a que volviera a quitar: unas chicuelinas inolvidables con la plaza puesta en pie. Y otra vez Luque, replicando por sus propias chicuelinas. La plaza se vino abajo y los toreros se dieron la mano, nada de abrazos y hasta besos como ahora se ven, las manos estrechadas de dos hombres muy toreros.
¿Cuál había sido el misterio que deslumbró como si fuera magia? Tengo para mí que no fue otro que el eterno misterio del toreo. Descrita está la explosión estética. Pero, siendo mucho, nunca puede ser todo, si estamos hablando del arte del toreo. Fue la estética, pero fue el temple, el embarcar al toro con las bambas del capote, para llevarlo muy toreado por abajo y despedirlo sin brusquedades mucho más allá de la cadera. La ley permanente del toreo. Por eso presenciamos un tercio de quites de los que recordaremos siempre.
Este tirón de embrujo se prolongó luego en el cuarto, recibido por Morante con cinco auténticos monumentos al lance a la verónica, con una media belmontina excepcional. Y ahí le salió la raza a Cayetano –hoy deceleste muy pálido y oro--, esa que está aflorándole tan pocas tardes, y muy en la línea de su abuelo materno, el echó el capote al toro para traérselo con una larga de pie y luego engarzar cuatro lances de frente por detrás templados y con una enorme quietud, con mérito, con arte.
A lo largo de toda la tarde pudimos admirar pasajes brillantes, en este o en aquel muletazo, en la torería de un recorte, en los mil detalles que se admiran en un ruedo. Pero lo crucial, lo diferente, estaba visto ya, entre otras cosas porque los “cuvillos” daban de sí lo que daban y nada más.
La grandeza del arte del toreo radica ahí, en que no son necesarios 60 muletazos, monótonos y cansinos muchas veces, para que una plaza a rebosar vibre al unísono, como el coro mejor empastado que se pueda pensar. Han bastado dos docenas de capotazos desgranados con toda la verdad.
Otrosí: Tratar de aproximarse a lo que pasa por la cabeza de un torero, y más en tarde tan especial como la de hoy, resulta siempre un empeño imposible. Pero tengo para mí que ese tercio de quites tuvo un beneficio colateral: hizo despertar de su mal sueño a Daniel Luque, que desde lo anodino volvió a recuperar su ser. Primero, porque demostró que, antes que otra cosa, es un enamorado del toreo; sólo a quien "ha perdido la cabeza" por este Arte se le puede ocurrir gestos como el de hoy, no sólo de competir con el capote nada menos que con Morante, sino hasta en el detalle, y no es pequeño, de invitarle a ir por delante, cediéndole su turno, y al no importarle el quebranto que iba a sufrir el toro --que era de triunfo-- con los cinco quites. Pero, además, porque demostró su capacidad para no dejarse ganar la pelea. Por eso, esa vuelta al ruedo, tan digna y tan justa, en el tercero le va a servir durante toda la temporada.
©Antonio Petit Caro
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